martes, 12 de diciembre de 2006

HOJAS DE LLUVIA No. 5



EL LIBRO QUE YO ERA

José Gregorio Bello Porras




NO PRETENDO HABERME CONVERTIDO con el tiempo en una enciclopedia. Ni siquiera haber sido una cartilla donde nadie hubiese aprendido a leer. Simplemente me refiero de semejante manera con el titular de esta nota a aquellas obras que ya se escaparon de mi conciencia inmediata. A todos aquellos escritos que, manumisos, se liberaron y corrieron de mi pertenencia. Aquellas palabras con las que podría identificarme como con un familiar lejano, pues poseen el viso de mis ideas, pero de las que ya he perdido la línea genealógica que las conecta directamente a mi producción.
Este fenómeno de desconocimiento no se da porque como escritor sea un mal padre de mi obra. Existen escritores que recuerdan perfectamente cada línea que han escrito, su posición en el espacio y en el tiempo. Pero son pocos. O han escrito muy poco.
Al resto de los mortales que nos es dado expresarnos con palabras escritas en frases inteligibles, tal vez no nos sea tan fácil recordar una perdida nota en un desaparecido diario de hace tres décadas o un cuento corto aparecido en una efímera revista mimeografiada. Al mencionar esto de tres décadas no lo hago por revelar la inevitable curva del olvido que acompaña a la de la edad como causa de esa carencia de responsabilidad y conciencia de las palabras dichas, lo hago sólo como ejemplo.
Con suerte yo puedo recordar lo que escribí la semana pasada. No literalmente, por supuesto. Y reconocer perfectamente mi estilo en algunas páginas de hace una o más décadas. Incluso con algún ejercicio de concentración frente al texto puedo identificar plenamente como mías algunas frases esparcidas ahora como consejos en horóscopos de revistas semanales de algún diario capitalino. Pero eso sólo me provoca una sonrisa de satisfacción. Porque recuerdo que he escrito. Y vivido.
Pero el lector puede ver las cosas de otra forma. Existen lectores, no sé si pocos, por fortuna, para los cuales cada página, cada frase, cada palabra puede tener la fuerza de un signo trascendental. Ser como una inamovible piedra, como una Runa o una estela antigua donde se vierte impasible la sabiduría y sus inescrutables designios. Ante el asombro incluso del escritor.
Pero, este lector no es el más frecuente. Existen quienes recuerdan un texto sin tanta solemnidad. O quienes no recuerdan ningún texto pero saben que uno como escritor pudo haber apuntado algo sobre un tema de su preferencia. Y preguntan al respecto, para escarnio del escritor que uno cree ser que, en ocasiones, se pierde en el circunloquio de la pregunta y en la ignorancia de la posible respuesta. Y de todas formas responde.
Existe el lector exigente, crítico, catalogador de los textos según estilos, formas, escuelas y géneros. El lector ilustrado en literatura trata de ver coincidencias de uno, es decir de los textos de uno, con algún otro escritor, corriente, grupo o escuela literaria.
Ante las afirmaciones de este erudito lector, uno también se asombra. Se sonroja, en ocasiones por haber logrado tanta profundidad sin saberlo o simplemente queda extasiado ante la obra de arte que uno fue.
Porque a todas estas parece que uno fuese el libro que escribió, el cuento que fluyó de la imaginación o la palabra furtiva que dijo casi en juego.
Y la distancia no es el olvido. Es el recuerdo, o el intento de recuerdo de las circunstancias, del contexto, de la línea cronológica donde se puede ubicar ese ser que es uno y ya uno lo desconoce. Y el lector conoce con detalles que podría contarle a uno. Pero uno sigue con la esperanza de recordar por sí mismo de aquel vástago que tanto se le parece.
El esfuerzo, casi siempre es vano. El hijo puede ser pródigo pero no regresa al padre, en muchas ocasiones, sino por referencias de terceros.
Uno entonces puede llenarse de orgullo por la ingenuidad, el acierto o la facilidad que las palabras brindaron para que el lector se identificara con el texto que alguna vez produjo.
O tratar de silbar viendo la luna, cuando ciertos engendros comienzan a perseguirnos. En ese caso no nos cabe más remedio que repudiarlos, ignorarlos o asumirlos como experimentos fallidos. Total, así suele ser la vida, un enorme experimento del que uno optimistamente desea salir bien librado y no fragmentado en una gigantesca explosión de palabras sin sentido.

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PANTALLA EN BLANCO

Armando José Sequera




CIERTA NOCHE, al revisar un texto que había escrito hacía unos meses, me sorprendió su gran calidad.
Reí a plena carcajada, pues se trataba de una narración repleta de humor que, de no estar escrita con mi torpe letra, hubiera creído ajena.
La había escrito otra noche, mientras luchaba cuerpo a cuerpo con el sueño, y por eso no la recordaba.
Como ese, me ha tocado vivir otros casos, no siempre tan positivos en cuanto a calidad.
Varias veces me ha sorprendido ser el autor de un texto con palabras repetidas, ideas trilladas y defectos sobre los que, en mis talleres, alerto mayúsculamente a mis alumnos.
Lo curioso es que ese texto y no otro trata de adherirse con tal fuerza a mi nombre que me resulta imposible negarlo. Funciona como un hijo cuya existencia desconocíamos, pues vive en otro país y sólo accedimos una vez al vientre de su madre, pero se nos parece tanto que da hasta vergüenza pedir una prueba de ADN.
En mi caso, este tsunami de desmemoria lo ocasiona el mucho escribir. Yo lo he hecho como escritor, como periodista y como guionista de radio.
Más de quince mil cuartillas han pasado por las teclas de mis máquinas de escribir y mis computadoras. Ello supone unos dos mil textos periodísticos, tres mil guiones de radio y más de mil doscientos cuentos publicados, entre otros textos.
Por eso, antes que recordarlos, los reconozco al verlos. Los sé míos por ciertos giros idiomáticos, algunas palabras que repito en mis escritos como muletillas dactilares y, principalmente, por sus títulos. Tal vez no haya aprendido aún a escribir, pero a titular sí.
Otras veces, me he topado con textos que, al principio, me parecen míos, pero luego advierto que no lo son, que lamentablemente no lo son, y que pertenecen a autores que admiro o que imité en alguna oportunidad.
En fin, como apunta José Gregorio en esta misma página, creo que todo esto es también producto de los años dedicados a la escritura, en mi caso casi las cuatro quintas partes de mi edad actual. Pero a diferencia de él, yo no me he vuelto un libro. Ni siquiera un folleto. Quizás me identifique más con una pantalla en blanco sobre la cual desfilan múltiples textos que, sólo cuando van a ser corregidos, me hacen una segunda o tercera visitas.

lunes, 4 de diciembre de 2006

HOJAS DE LLUVIA No. 4



Leyéndome

José Gregorio Bello Porras




CUANDO LEO UN TEXTO PROPIO, me asaltan las más disímiles dudas. No tanto por la calidad del texto o la cantidad de ideas que contenga. Ya el mal o el bien del texto están realizados, sus claridades y confusiones aparecieron a la luz de los ojos ajenos.
Me preocupa tal vez por el rumbo que toman esas creaciones puestas sobre la tenue materia del papel o de la virtualidad. Su posible transformación en monstruos o hadas, igualmente malignas.
Una palabra puede guiar a alguien a una cornisa elevada. Para arrojarse al vacío o para salvar a un suicida. ¿En ambos casos, influyo en otros destinos? ¿Tengo acaso ese derecho?
En ocasiones me importa poco la suerte de mis escritos. Son como descendientes regados en todos los continentes que se valen por sí mismos, llegando algunos a ser tahúres y otros benefactores de la humanidad.
Sé incluso que aunque los textos se entreguen a las llamas o sean lanzados al mar nada los destruye. Alguien se acuerda de ellos. Con devoción o rabia. Y en ocasiones hasta el olvido es su recompensa.
A veces me pregunto para qué surgió ese homúnculo, esa voz que ahora nadie calla sino el cierre o el paso de las páginas. Y miro que he cambiado. No necesariamente de opinión hacia lo que allí expreso o relato. He cambiado como persona y quisiera mejorar un texto que ya se ha ido de mis manos. Algo así como si quisiera influir positivamente en un hijo que vive en otro lugar del mundo y con el que nunca me comunico. Caigo en cuenta, entonces, que ya esas palabras de las que está formado el texto no me pertenecen.
Siempre queda el consuelo de una edición revisada. Una nueva prueba de mejora, la ilusión del doctor Frankenstein. La satisfacción, sin embargo, dura poco tiempo. Mientras la criatura no se mueva. Mientras otros ojos no la escudriñen. Después sus propios pies eléctricos o de papel lo conducirán nuevamente a su destino.
En otras ocasiones me perturba el ruido que producen los textos en quienes lo pueden leer. Seres todos imaginarios, pues los lectores son indescifrables, incognoscibles, a menos que le manden a uno cartas amenazantes. Ese silencio del lector produce fantasmas que me acosan en los momentos más desprevenidos. En el umbral de los sueños o en las distracciones cotidianas.
Escucho –lo reconozco– y en ello me escucho a mí mismo, diciéndome pues está bien que hayas ingresado al terreno de la poesía. Harás más que en la narrativa, con toda seguridad. Eso sí, siempre que te mantengas inédito.
El autocrítico que llevo adentro me tiende celadas para inhibirme de hacer lo que quiero: escribir. Se opondrá a mis ideas, si se lo permito. Descalificará cualquier intento, cualquier palabra, si le dejo abierta la puerta de mi autodestrucción. Si le dejo abierto el portal de la duda.
Por eso, le tengo prohibido el paso en los momentos de labor, en los momentos de reflexión, en los momentos en que quiero disfrutar de mi creación, casi como un dios solitario. Le cierro todas las puertas en esos momentos que escribo.
Y el resto del tiempo también procuro olvidarme de él. No leo lo que ya salió de mis manos y de mi alcance. Los textos desnudos ante la vista de los lectores, sólo le pertenecen a ellos. Por algo me arriesgué a componerlos de la mejor manera que me fue posible.

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Leernos y releernos

Armando José Sequera




NO TENGO POR COSTUMBRE leer mis textos, salvo cuando hago una lectura pública en voz alta de algunos de ellos.
Por supuesto, para tal ocasión elijo aquellos que más me gustan y, por supuesto, más me enorgullecen.
Pero, de vez en cuando, recibo sorpresas en revistas o algunos sitios web, donde han reproducido uno o más textos míos, pues me he topado con relatos que recuerdo vagamente o que hasta dudo que sean de mi autoría.
En este último caso, tal duda se debe a que el texto me parece demasiado bueno para haberlo escrito yo o a que lo considero muy malo y me avergüenza que me represente literariamente.
Esta desmemoria es el resultado de haber escrito mucho, supongo. Para este momento, noviembre de 2006, he publicado 44 libros y tengo inéditos 18. Además, trabajo en otros tres y he destruido más de dos docenas.
Esta fertilidad abusiva se debe a mi profesión, la de periodista, en la que hasta hace unos años debía escribir entre ocho y diez cuartillas al día, de lunes a sábado. La costumbre me quedó, aunque hoy apenas hago tres diarias, de lunes a viernes.
Claro está, el volumen de páginas al mes y al año es enorme, comparado con el de la mayoría de mis colegas: 60 cuartillas mensuales y 720 anuales.
Quizás debería parar de cuando en vez y releer algunas cosas, no tanto para no repetirme sino para recordar qué he hecho.
Y es que, tan pronto termino un texto, lo dejo reposar dos o tres meses, al término de los cuales lo corrijo, le busco editor y, una vez publicado, lo dejó en un tiempo que es tres tiempos a la vez: su pasado como obra mía; su presente para efectos de derechos de autor y su futuro como título a negociar en otro lugar.
Releer lo que hacemos quizás no nos haga bien, pero creo que tampoco nos hará mal. Eso sí, tal labor nos llevará a confrontar como lectores a aquel yo que dejamos atrás y que hizo lo que tenemos frente a nuestros ojos.Ahora bien, cuando estamos frente a ese libro que casi no recordamos cómo es, pero que exhibe nuestro nombre en la portada, debemos adoptar una de dos posiciones: o enorgullecernos o mostrarnos indulgentes, a sabiendas de que, si hoy no nos gusta, fue lo mejor que pudimos hacer en su momento.

lunes, 27 de noviembre de 2006

HOJAS DE LLUVIA No. 3




Diccionarios de consulta para escritores

Armando José Sequera



Diccionario de nuestro idioma
Aunque no lo parezca, el mejor es el de la Real Academia Española. Digo, si queremos escribir con corrección. En él podemos ver qué palabras son de uso común entre los hispanoparlantes de América y España. Se pueden inventar palabras o usar las que se ponen de moda en la calle, pero es un hecho que, si no llegan a la Academia, es porque perecieron en el camino (se trata de vocablos efímeros que surgen en una sociedad para cubrir una necesidad expresiva temporal. Una vez superada ésta, la palabra desaparece y, con el tiempo, se torna en arcaísmo, se hace ininteligible).
Diccionario de sinónimos y antónimos
Nuestro idioma es extraordinariamente rico y esa riqueza debe reflejarla el escritor en sus textos. Como la memoria no siempre está al alcance de la mano, vale la pena contar con el auxilio de uno de estos diccionarios para evitar las repeticiones de palabras en una misma frase o un párrafo. También sirve para buscar vocablos que señalan lo opuesto de lo que queremos decir. El mejor de estos diccionarios que conozco no sé si aún se edita: el de la editorial catalana Ramón Sopena que, además de sinónimos y antónimos, reseñaba las ideas afines. Dado que este tipo de diccionario es de bajo precio, vale la pena contar con dos o tres en la biblioteca pues, asombrosamente, tienen grandes diferencias entre ellos.
Diccionario de conjugaciones
Aquí podemos consultar cómo se escribe cada verbo en cada uno de sus tiempos y modos, algo muy útil pues nos permite mantener un discurso coherente, desde la perspectiva temporal.

Diccionario de dudas y dificultades.

Éste es el más útil de los diccionarios: nos ayuda a salir de casi todos los momentos de desesperación frente a aquellas palabras que no nos suenan al oído. También nos dice cómo se escriben ciertos vocablos de cuya grafía no estamos seguros. Hay tres muy buenos: el Diccionario de dudas e incorrecciones del idioma, de Fernando Corripio (de Ediciones Larousse); el Diccionario de dudas y dificultades, de Manuel Seco (Editorial Espasa Calpe) y el más reciente y completo de los tres, el Diccionario panhispánico de dudas (de Editorial Santillana). Hay algo curioso con este tipo de diccionario: hasta que no se le usa, no se tiene conciencia de cuan útil es.
Gramática española.
Ésta es imprescindible y debemos conocerla para expresarnos con propiedad en el idioma español. Gracias a ella, aprendemos ortografía y sintaxis, elementos altamente necesarios para decir lo que en realidad queremos decir. La de la Real Academia de la Lengua Española es fácil de conseguir y muy económica.
Diccionarios de otras lenguas.
Con frecuencia, al escribir o leer nos topamos con vocablos de otros idiomas que no siempre sabemos llevar al papel o a la pantalla del ordenador con corrección. Para ello, vale la pena contar con diccionarios de los idiomas occidentales más conocidos. De todos modos y gracias a las facilidades que brinda el mundo informático de hoy, puede prescindirse de estos diccionarios, si se tiene acceso a los múltiples traductores automáticos que hay disponibles en la red. Si no se cuenta con este servicio, vale la pena conseguir seis diccionarios que, por fortuna, se compran a bajo costo: de latín, de inglés (recomiendo ampliamente el Webster), de francés, de italiano, de portugués y de alemán.
Diccionario enciclopédico.
Se necesita para corroborar las informaciones e ideas que tenemos sobre aquellos hechos acerca de los cuales queremos escribir. El mejor es, sin duda, el de la editorial española Espasa Calpe. Allí está todo lo que se busque y lo que no se busque. Es como entrar al País de las Maravillas. Un inconveniente: es bastante voluminoso, a menos que se adquiera en versión multimedia, con CD-room. Otra obra muy buena es la Enciclopedia Hispánica, ya que contiene mucha información interesante para quien se dedica a escribir.
Diccionario de cabecera.
Puede parecer superfluo, pero hay que ver cuanto ayuda, gracias a la maniobrabilidad que permite su tamaño. Cuando requerimos de una consulta rápida, pues tememos separarnos de la pantalla del computador o de las páginas que escribimos a mano, una edición reciente del Pequeño Larousse Ilustrado saca de más de un apuro. Su lugar es junto a donde acostumbramos escribir, esto es, lo más próximo a nosotros.






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Entre palabras,
diccionarios y decisiones

José Gregorio Bello Porras


EL EJERCICIO DE ESCRIBIR se convierte a veces en el de la duda. Cuál palabra utilizar para que la frase diga lo que pienso y no piense decir, por su cuenta, cosas que ni siquiera imaginamos. Porque está bien que el lector especule y complete el texto con su intervención. Pero es distinto a que lo tenga que reescribir a partir de ininteligibles frases reiterativas, cacofónicas o simplemente absurdas.
La herramienta del hacedor de textos y frases inteligentes es, aparte del lápiz, la pluma, la máquina de escribir o la computadora, el diccionario. Es la luz que requerimos en momentos de oscuridad. Y, aunque no suple al entendimiento, ayuda bastante.
No reiteraré conceptos sobre los mejores diccionarios o los tipos más apropiados para cada duda del camino. Ya esa guía Michelin de las posadas verbales, sucinta y precisamente nos la dio Armando. Vamos a explorar un poco la experiencia del escritor ante la herramienta y a tocar brevemente el uso de los diccionarios virtuales en lo que difieren de los impresos.
Empecemos por lo último. Hoy en día es lugar común repetir la celeridad con la que contamos para facilitar todos los procesos. En la escritura también caemos en esa fosa común. Tenemos a nuestra disposición, si empleamos programas informáticos, una serie de diccionarios ya insertos en los mismos.

Esas utilidades tienen la particularidad de que parten de una simpleza casi infantil y van aprendiendo con nosotros. Un diccionario en nuestra computadora crece junto a nosotros, casi hasta el punto de decirnos que no tenemos más espacio para nuevas palabras. Pero siempre podremos agregar nuevas voces a nuestro repertorio.
El asunto está en no conformarse con los términos anodinos y simples, con las soluciones prefabricadas, sino hacer crecer nuestro vocabulario en la computadora.
Otro de los usos en este campo virtual es el del diccionario de sinónimos. Su empleo no difiere demasiado al de uno impreso. Escoger el término apropiado es un arte que la máquina no puede hacer por nosotros todavía. Y cuando lo haga, independicémonos de ella aceleradamente, por favor.
La gran diferencia entre el uso de los diccionarios virtuales e impresos está en la inmediatez que representa el primero frente al esfuerzo del segundo, aunque éste sea mínimo y tengamos a mano todos los libros de consulta. La facilidad de lo inmediato puede ser un arma de doble filo. Porque la decisión apresurada es una posibilidad atractiva y fatal. La reflexión para tomar una opción nunca será sustituida, aunque los tiempos del proceso puedan acortarse.
El diccionario, como una linterna, aclara el camino. Pero no escoge la vía por la que debamos ir. Nos aporta posibilidades, opciones de conducta, nos aporta libertad. Pero definitivamente la elección la efectúa el escritor en la soledad de su conciencia, experimentando ante sí mismo la reacción del imaginario lector frente a la palabra escogida en contraposición a la idea, sentimiento o sensación que se desea expresar.
Éste es un proceso real de toma de decisiones, a la que nos enfrentamos cada vez que intentamos escribir, frente a la página o la frase inconclusa.
El proceso previo a la toma de decisión es nuestra preparación para la escritura. Estar en forma para escribir es asunto de práctica diaria. El diccionario no nos puede dar el ejercicio y la experiencia, sólo es una herramienta de auxilio. La preparación para la escritura se hace –y seguramente lo reiteraremos muchas veces – escribiendo y leyendo.

La lectura nos aporta palabras, formas expresivas, ideas para escribir. Por lo tanto, previo al acto de escribir se posiciona el ejercicio de lector. Con él potenciamos nuestro diccionario mental. Aunque no sustituyamos al formal, porque dudar es de humanos.
El siguiente paso en la toma de decisiones es tener opciones ante las cuales escoger alguna. Si sólo tenemos una palabra como elección, no hay decisión posible. Ante las posibilidades múltiples escogemos según nuestra experiencia.
Pero no basta con la intención, debemos, en el siguiente paso de la toma de decisiones del escritor frente a la página, poner a prueba la palabra. Ello se hace con la revisión del texto. Al igual que tenemos accesorios de revisión ortográfica en nuestros ordenadores, contamos con el indispensable hábito de revisar nuestro escrito. Una y otra vez si es necesario.
A pesar de todo ello, debemos saber que tenemos el derecho a equivocarnos. Y esa es una oportunidad única porque nos hace ganar experiencia, nos abre ilimitadas posibilidades de mejorar nuestra comunicación escrita. La revisión posterior de lo que creíamos finalizado, por estar publicado en cualquier medio, más allá del bochorno, nos debe abrir puertas. Un texto puede reescribirse hasta que diga lo que queremos, mientras tengamos oportunidad de hacerlo.
Después, dejémoslo vivir en paz y vivamos en paz también nosotros.
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HispaLab


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lunes, 20 de noviembre de 2006

HOJAS DE LLUVIA No. 2

LIBROS VIEJOS

Armando José Sequera

UN COLEGA PERIODISTA me señaló hace tiempo que yo tenía “la mala costumbre de hablar y escribir sobre libros viejos”.
Los “libros viejos” a los que aludía no eran los clásicos antiguos y de los últimos siglos –cuya existencia admitía como algo “histórico”, supongo que para no lucir inculto–, sino los editados o distribuidos unos meses o semanas atrás.
Según comentó, un libro tenía importancia periodística únicamente en las dos o tres semanas posteriores a su publicación. Después era “un fiambre” y a los lectores no les interesaba para nada, ni el libro ni su autor.
Repliqué que los libros no eran como la leche en tetrapak, que tenía fecha de caducidad, aunque creo que no me comprendió y ni siquiera escuchó, pues su idea mostraba raíces tan hondas que asomaban por su barbilla. Para él, como para muchos periodistas culturales –esto lo comprobé después-, el valor noticioso de los libros radicaba en un único atributo: la novedad de su aparición.
Lamentablemente, tal forma de pensar no es exclusiva de este colega ni de quienes laboran en los medios de comunicación masivos sino –y lo que es peor-, la misma se ha extendido ampliamente por el mundo editorial. Editores, promotores y vendedores de las editoriales, libreros e incluso críticos literarios también participan de ella, descuidando lo hecho no nada más por lo que están haciendo, sino por lo que harán. Me explico: están más pendientes de los libros que están por salir o saldrán en los meses próximos que de aquellos que ya salieron. Los que ya salieron son pasado y, en cuestión de semanas, pasado remoto, como si se alejaran a la velocidad de la luz.
El sentido efímero de la ropa de temporada y de la música popular en radio se ha trasladado al arte, especialmente a la literatura, donde es obvio que resulta contraproducente.
Un autor invierte meses y hasta años en escribir una obra y, cuando ésta se publica, apenas resulta interesante para los demás involucrados en su edición, distribución y venta, durante las siguientes dos, tres o cuatro semanas.
Si el libro se “vende bien”, esto es, si logra agotar la primera edición en ese breve lapso, se reedita y hasta se busca promocionar al autor. Pero si la edición tarda seis o más meses en venderse completa, ya el trato no es el mismo. La segunda edición demora semanas y hasta meses, pues en las imprentas tienen prioridad “las novedades que vienen”.
Me asombra que los propios editores, que son quienes arriesgan su dinero, hayan caído en este juego. Y me asombra porque no advierten que la inversión hecha en los libros de los meses y años anteriores –que incluye no sólo el costo de edición, sino también el de su almacenaje-, se estanca y hasta comienza a ser onerosa.
Al libro de un mes para arriba de existencia se le olvida, se le abandona, se le deja en una total orfandad y hablar de él se parangona a comer alimentos pasados o rancios.
Hay algo que olvidan todos los involucrados en la edición y distribución de una obra y es que un libro es nuevo para quien desconocía su existencia y acaba de saber de él. La noción de nuevo en el arte, no es tanto colectiva como individual.
Hay un hecho novedoso colectivo, sí, al momento de la aparición de un libro, pero tal novedad permanece incólume para quienes desconocen lo ocurrido.
Hace algunos años, se instauró entre nosotros otra noción relativa a los libros y era que había que “estar al día”, en cuanto a lo publicado o dicho en nuestra respectiva profesión u oficio. Pero dicha noción pasó de “estar al día” y devino en leer “lo que está de moda”.
No podemos olvidar que la moda es un concepto periodístico nacido de la necesidad de ofrecer novedades informativas al público. Y, como en nuestro tiempo hay cada vez más medios de comunicación y cada uno pretende imponer sus propias novedades, éstas terminan sucediéndose con apenas días, horas y a veces minutos de diferencia entre una y la siguiente.
Ahora bien, la idea de novedad que infiltra ciertas industrias como la disquera y la de costura y confección, no es aplicable a la literatura, por más que editores, libreros y periodistas culturales se empeñen en creerlo y, peor aún, admitirlo como algo natural y hasta difundirlo.
La literatura no puede verse como un arte efímero, semejante a esas madonas que algunos dibujantes trazan con tiza sobre las aceras de ciertas ciudades italianas. Tampoco es una manifestación pasajera, ni se equipara a un trozo de tela con etiqueta de lujo.
El que en la prensa escrita o audiovisual carezca de interés informativo un libro publicado hace un mes, aunque se trate de una obra importante, puede parecer normal pero no lo es.
He vivido la experiencia de publicar un libro en diciembre de un año y recibir la negativa de un colega periodista a conversar sobre dicho libro en enero del siguiente, porque mi libro “es del año pasado”.
Esta caducidad acelerada de los libros constituye no sólo un absurdo total, sino también algo peligroso, editorialmente hablando, dado que si a los editores y libreros –y consecuentemente a los lectores–, el “libro viejo” no les resulta atractivo, es decir, no se vende en el plazo de pocas semanas que le fijan para que se agote, los autores no serán editados de nuevo aunque sean muy buenos.
A la par, los depósitos de las distribuidoras seguirán creciendo inexorablemente y las editoriales seguirán haciéndose más exigentes, no en la calidad del texto a publicar, sino en sus bondades como producto de mercado.
He comprobado que “viejo” no es nada más el libro publicado hace meses, sino además el que no se vende por razones de mal mercadeo y permanece en los estantes de las librerías, sin que se sepa de su existencia; también el que tiene lectores permanentes pero no en la escala de los libros de autoayuda o los bestsellers.
Detrás de los libros “exitosos”, comercialmente hablando, hay siempre una campaña proveniente de las casas matrices de las principales editoriales, que promueve las obras de un modo parecido a como se promociona un disco y un cantante, un modisto y sus últimas creaciones.
Pero el resto de los libros, incluso de autores excelentes, no reciben ese trato y, a la hora del balance de ventas, la culpa de las escasas ventas se le echa al escritor y no a la pésima, cuando no nula, promoción de su obra.
Si se piensa que un libro es un objeto que rápidamente pasa de moda, lo único que le confiere valor es su novedad y, una vez superada ésta, es prácticamente desechable, sin importar su valor estético o de otra índole.
Creo que esta idea debe desterrarse cuanto antes y asumir que lo que se escribe tiene como objetivo temporal la permanencia y validez de su propuesta estética o ideológica.Por supuesto, no toda la literatura tiene la suerte de rebasar los muros del tiempo y mantenerse indemne, pero a eso aspira todo autor y a eso deberían aspirar también los editores con las obras en las que invierten su dinero y su prestigio intelectual.


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LIBROS VIEJOS

José Gregorio Bello Porras


HACE YA UNOS CUANTOS AÑOS, en una desaparecida revista sobre libros y novedades editoriales, nos planteamos hacer algunas reseñas de libros viejos. El calificativo de viejo era impreciso. Viejo podía ser un ejemplar de algunos años de edición. O muchas décadas. Aún, en ese entonces, un libro no caducaba a la semana, al mes o al año de su aparición, dentro del torbellino editorial del texto desechable.
Parecía, en nuestro intento, casi una paradoja resucitar obras antiguas, de las que ya pocos tenían memoria, precisamente en una revista de novedades literarias. El experimento duró poco tiempo. Creo que por no pasar de ser una simple curiosidad. Porque, ¿dónde iba el lector a encontrar esos textos olvidados? Tendría que acudir a las bibliotecas, a las librerías de viejos, a los remates de amarillentos libros. Y ya el tiempo para esas búsquedas era escaso.
Ese ejercicio, no obstante su breve vida, me descubrió cómo algunos textos envejecen con pasmosa celeridad, mientras otros permanecen intactos por años. Casi quedan igualitos, yaciendo en sus cajas de destierro, que cuando salieron de imprenta.
Libros que alguna vez fueron de impacto nacional e internacional, best sellers, libros recomendados para que el lector permaneciera actualizado, desaparecieron en muecas casi ridículas, si evadimos el contexto y el momento, donde y cuando fueron producidos. Ya era esta una literatura para la muerte súbita, para la destrucción, para el reciclaje en el mejor de los casos. O la sonrisa misericordiosa.
Pero, como lector y escritor, ¿acaso me puedo fijar parámetros para que un texto sea de una atemporal vigencia?
Tal vez ello esté fuera de nuestro alcance, tal vez esté en nuestras manos.

La escritura nace en un momento y unas circunstancias. Toda palabra fortuita de la que se rodea puede perecer. Todo giro del momento, toda expresión que recoja el instante real, simplemente como testimonio de una actualidad pasajera, puede convertirse en breve tiempo en una rareza digna de los arqueólogos de la literatura.
Las palabras pueden pasar. Lo que no pasa es el ser humano. Con sus emociones, sentimientos, bajezas y destellos de dignidad verdadera. Si una obra se aproxima a presentar a ese ente, podemos estar casi seguros que seguirá haciéndolo por mucho tiempo. Pues esa esencia no cambia con facilidad. Cambian las costumbres, las fachadas, el decorado, los ropajes. Pero la obra continúa siendo, en esencia, la misma. Por eso, algunos libros publicados hace mucho tiempo seguirán siendo nuevos.
El lector busca que el escritor lo retrate. Quiere verse sin ser señalado. Encontrarse, simplemente, consigo mismo.
Los escritores buscamos identificarnos con un lector anónimo pero real. Tal vez con el ser que cada quien es. Por eso, sólo podemos emprender la obra con la sinceridad de exponernos como personas. Avistarnos de la mejor manera, para que el lector se observe en ese espejo, en lo que de humano tenemos.
Ese es el reto del escritor. Más allá de las palabras, pero con las palabras, captar lo que significa vivir como persona. No sólo retratar un instante. O congelarlo. Sino capturar casi eternamente la esencia del movimiento. Un libro es la verdadera máquina del eterno movimiento.
El texto tiene la vocación de revivir la multifactorial conducta del ser humano, poner a vibrar sus dimensiones casi infinitas, despojarlo de sus capas y caras visibles y ocultas, mostrando a un individuo hecho de palabras, sentimientos y acciones, sustancias casi etéreas pero únicas.
El libro que obtiene la gracia de la permanencia revela a un ser constituido por un frágil soplo que, aunque se extingue, perdura para siempre.
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miércoles, 15 de noviembre de 2006

HOJAS DE LLUVIA No. 1



PRESENTACIÓN


En este espacio propondremos -a dos voces-, temas de conversación relacionados con la escritura, la lectura, los libros, las bibliotecas, el oficio de escribir y todo cuanto tenga que ver con el hecho literario, desde la perspectiva del hacedor de textos (narrador o poeta).Bienvenido a este lugar (siempre que no seas un comején) y esperamos que tu estancia sea provechosa.
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PÁGINA EN BLANCO

José Gregorio Bello Porras



UNO DE LOS TÓPICOS más celebrados entre los escritores es la página en blanco, porque representa todo y nada a la vez. El sufrimiento de la creación o su gozo. La depresión, el aullido, la excrecencia o la obra maestra incomprendida. Todo ello se elogia y se festeja con igual deleite y angustia. La página en blanco lo promete todo.
Pero no cumple.
Siento comunicarles este secreto. O tal vez no lo siento, sino que me entusiasmo diciéndolo. La página en blanco no existe.
Si es virtual, supongamos, ya contiene todas las posibilidades, todos los borrones y cuentas nuevas factibles. Hermosas manchas que nunca se verán para gozo de amantes de la limpia literatura. La página en blanco desaparece en un instante manchada de ideas y reaparece de inmediato resplandeciente y libre de los temores que todo el tiempo la poseyeron. Y la seguirán poseyendo en el siguiente segundo.
(A veces hasta la aséptica electricidad se encarga de esta selección natural de las palabras, de las ideas, de la limpieza comunicacional. La censura eléctrica arrasa todo en un instante, como el más potente lavaplatos o lava páginas o lava culpas. Me acaba de pasar. Un montón de frases se fueron hasta el limbo de las palabras balbuceantes en un ligerísimo apagón. Para que luego esta página se reconstruya de una sutil forma, un tanto diferente).
Si es un papel, en nuestra siguiente suposición, el blanco parece ocultar la posibilidad de la nada, de sumergirse en la nada, de babearse ante la nada, de contemplar la nada, como si nada. Pero siempre la mancha de una idea, de una ligerísima imagen, de un pequeñísimo deseo, la condenará al exterminio o al reciclaje en el mejor de los casos.
Cada vez que tomas una página que crees en blanco, tus huellas la impregnan de apetencias sensoriales, te dirás que intelectuales, para verte mejor situado. Pero la mancha original la toca con su encarbonado dedo. La página se transforma por la levadura de tus apetitos ocultos en las circunvoluciones de tus pulpejos y de tus pensamientos en el delicioso cuerpo de una compañera o un compañero ideal, escondid@-o en las profundidades de tus instintos, disfrazad@-o de blanco para la ocasión. Virgen y pronta mártir de tus excesos o carencias.
La página en blanco no existe. Si representa lo no hecho, lo no realizado, pierde su sentido de candor para transformarse en un signo convencional de la aridez, de un ciclo bajo de producción, de la flojera, de la resaca, del sufrimiento existencial o de todas las excusas del mundo para no enfrentar lo que te hace escritor.
Si representa lo que vas a hacer, tampoco es virgen. Es víctima propiciatoria ofrecida a la nada por obra de tus titubeos. La página en blanco es otro signo que delata tus intenciones. Un signo de interrogación, de afirmación o un simple garabato de lo que quieres decir y aún no puedes.
La página en blanco no existe. Por eso no escribo en su inexistente cuerpo.
Lo hago en páginas negras. Con una goma de borrar. Trato de esclarecer esa oscuridad total en la que me encuentro, dando la sensación de poseer alguna luz. Lo hago con torpes movimientos de mis manos y mi entendimiento. Que, por cierto, todavía no sé muy bien qué es.
De repente se dibuja una sombra y de la limpieza del panorama, del borrón de lo oscuro, sin aniquilarlo del todo, sale algo. Una imagen –algarabía- una idea hecha signo para que alguien se entere de lo que, al final, crees pensar tú y sólo piensa ese lector ubicuo sobre el tema propuesto, sobre la historia boceteada, sobre la imagen delineada entre las sombras.
Entonces ves tus manos ennegrecidas y te preguntas para que sirvió todo eso.
Y una ligera sensación, muy sutil, recorre tu cuerpo. La satisfacción. Ya nada importa.
Lo que produzco es una mancha a la que doy sentido y en la que otros pueden encontrar algún sentido, alguna proyección de sus propias luces y oscuridades.
No hay formas precisas. Sólo fondo. Pero al fin y al cabo es ese fondo, el blanco, los grises y el negro, los que se imponen sobre la oscuridad total que era el acertijo inicial, del porvenir del por hacer, de la probabilidad de la escritura.
Nunca la página estuvo en blanco.
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LA PÁGINA EN BLANCO

Armando José Sequera



PARA MUCHOS ESCRITORES, la página en blanco o la pantalla virgen supone un problema de grandes proporciones.
Todos los que escribimos hemos sentido, en algún momento, el temor de que el manantial del que brotaban nuestras ideas se haya secado y que, por ese antimilagro, no podamos engendrar en adelante nuevos textos.
Sin embargo, la experiencia me ha enseñado que tal lapso no es definitivo –caso excepcional que confirma la regla: Juan Rulfo–, a menos que el escritor así lo decida consciente o inconscientemente. Estoy seguro de que, cuando un narrador o un poeta se dejan envolver en capas de silencio por el resto de sus vidas, es porque algún miedo que se considera insuperable se ha apoderado de él. Le teme, tal vez, a la crítica ajena, al fracaso o al juicio que pueda emitir alguien muy querido.
Lo normal es que, después de un tiempo que puede contarse en días, semanas y aún pocos meses, nuestra creatividad vuelva a funcionar con nitidez.
He aprendido también a dicho lapso puede reducirse. ¿Cómo? Leyendo. No leyendo los propios textos sino los de grandes autores, especialmente los de aquellos que más se admiran.
Si lo pensamos bien, esto tiene una explicación empírica y metafórica, aunque no científica. Y es que, igual que un pozo o un lago –las dimensiones son lo de menos–, requiere de la lluvia para nutrir su volumen, del mismo modo nuestra mente y nuestro espíritu necesitan alimentarse de palabras y frases bien concebidas para seguir creando.
Debo haber pasado por períodos angustiosos de sequía durante unas siete veces a lo largo de mi vida creadora pero, tras varios días o semanas de inquietud y miedo a haber perdido quién sabe dónde y por qué mi capacidad literaria, me he puesto a leer con el desespero de quien, tras una casi mortal caminata por el desierto, toma venganza de la sed y la asesina con múltiples, largos y consecutivos sorbos de agua.
En tales casos, he asumido la lectura no como una medicina que se ingiere en pequeñas dosis, sino como una droga que se consume en exceso. Y ha funcionado, al menos en mi caso.
Soy de los que escriben a diario o tan a diario como pueda. Eso me ha permitido crear un hábito que logra el milagro de encender el fuego creativo, apenas me asomo a la pantalla del computador.
Pero igual tengo días de esterilidad, días en que por más deseos que tengo de escribir, lo que aparece en la pantalla –y antes, en la hoja en blanco, pues hasta hace unos años escribí a mano y luego pasaba mis textos a máquina o al computador–, no me satisface.
Como sé que luchar contra esta situación es inútil –y conste, no se trata de una actitud derrotista: quien ha asumido la escritura como oficio sabe que esas microesterilidades son inevitables o incurables–, esos días los dedico a corregir lo escrito en las fechas previas. Y es increíble: el lector crítico sí funciona y, de hecho, realiza observaciones muy agudas que ayudan a limpiar asperezas, repeticiones, ripios, incoherencias y otros males menores y mayores en el texto.
En previsión de que este día se multiplique y se convierta en semanas y hasta meses, apenas concluyo mi trabajo corrector me abalanzo sobre algún libro que amo y releo páginas o textos al azar.Si se trata de un día o dos de carencia de ideas, el susto pasa pronto. Si aun leyendo y releyendo, la ausencia de creatividad se prolonga, del mismo modo como se cura la retención de líquidos, no hay otra sino seguir leyendo y leyendo, hasta revertir la situación.
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