martes, 12 de diciembre de 2006

HOJAS DE LLUVIA No. 5



EL LIBRO QUE YO ERA

José Gregorio Bello Porras




NO PRETENDO HABERME CONVERTIDO con el tiempo en una enciclopedia. Ni siquiera haber sido una cartilla donde nadie hubiese aprendido a leer. Simplemente me refiero de semejante manera con el titular de esta nota a aquellas obras que ya se escaparon de mi conciencia inmediata. A todos aquellos escritos que, manumisos, se liberaron y corrieron de mi pertenencia. Aquellas palabras con las que podría identificarme como con un familiar lejano, pues poseen el viso de mis ideas, pero de las que ya he perdido la línea genealógica que las conecta directamente a mi producción.
Este fenómeno de desconocimiento no se da porque como escritor sea un mal padre de mi obra. Existen escritores que recuerdan perfectamente cada línea que han escrito, su posición en el espacio y en el tiempo. Pero son pocos. O han escrito muy poco.
Al resto de los mortales que nos es dado expresarnos con palabras escritas en frases inteligibles, tal vez no nos sea tan fácil recordar una perdida nota en un desaparecido diario de hace tres décadas o un cuento corto aparecido en una efímera revista mimeografiada. Al mencionar esto de tres décadas no lo hago por revelar la inevitable curva del olvido que acompaña a la de la edad como causa de esa carencia de responsabilidad y conciencia de las palabras dichas, lo hago sólo como ejemplo.
Con suerte yo puedo recordar lo que escribí la semana pasada. No literalmente, por supuesto. Y reconocer perfectamente mi estilo en algunas páginas de hace una o más décadas. Incluso con algún ejercicio de concentración frente al texto puedo identificar plenamente como mías algunas frases esparcidas ahora como consejos en horóscopos de revistas semanales de algún diario capitalino. Pero eso sólo me provoca una sonrisa de satisfacción. Porque recuerdo que he escrito. Y vivido.
Pero el lector puede ver las cosas de otra forma. Existen lectores, no sé si pocos, por fortuna, para los cuales cada página, cada frase, cada palabra puede tener la fuerza de un signo trascendental. Ser como una inamovible piedra, como una Runa o una estela antigua donde se vierte impasible la sabiduría y sus inescrutables designios. Ante el asombro incluso del escritor.
Pero, este lector no es el más frecuente. Existen quienes recuerdan un texto sin tanta solemnidad. O quienes no recuerdan ningún texto pero saben que uno como escritor pudo haber apuntado algo sobre un tema de su preferencia. Y preguntan al respecto, para escarnio del escritor que uno cree ser que, en ocasiones, se pierde en el circunloquio de la pregunta y en la ignorancia de la posible respuesta. Y de todas formas responde.
Existe el lector exigente, crítico, catalogador de los textos según estilos, formas, escuelas y géneros. El lector ilustrado en literatura trata de ver coincidencias de uno, es decir de los textos de uno, con algún otro escritor, corriente, grupo o escuela literaria.
Ante las afirmaciones de este erudito lector, uno también se asombra. Se sonroja, en ocasiones por haber logrado tanta profundidad sin saberlo o simplemente queda extasiado ante la obra de arte que uno fue.
Porque a todas estas parece que uno fuese el libro que escribió, el cuento que fluyó de la imaginación o la palabra furtiva que dijo casi en juego.
Y la distancia no es el olvido. Es el recuerdo, o el intento de recuerdo de las circunstancias, del contexto, de la línea cronológica donde se puede ubicar ese ser que es uno y ya uno lo desconoce. Y el lector conoce con detalles que podría contarle a uno. Pero uno sigue con la esperanza de recordar por sí mismo de aquel vástago que tanto se le parece.
El esfuerzo, casi siempre es vano. El hijo puede ser pródigo pero no regresa al padre, en muchas ocasiones, sino por referencias de terceros.
Uno entonces puede llenarse de orgullo por la ingenuidad, el acierto o la facilidad que las palabras brindaron para que el lector se identificara con el texto que alguna vez produjo.
O tratar de silbar viendo la luna, cuando ciertos engendros comienzan a perseguirnos. En ese caso no nos cabe más remedio que repudiarlos, ignorarlos o asumirlos como experimentos fallidos. Total, así suele ser la vida, un enorme experimento del que uno optimistamente desea salir bien librado y no fragmentado en una gigantesca explosión de palabras sin sentido.

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PANTALLA EN BLANCO

Armando José Sequera




CIERTA NOCHE, al revisar un texto que había escrito hacía unos meses, me sorprendió su gran calidad.
Reí a plena carcajada, pues se trataba de una narración repleta de humor que, de no estar escrita con mi torpe letra, hubiera creído ajena.
La había escrito otra noche, mientras luchaba cuerpo a cuerpo con el sueño, y por eso no la recordaba.
Como ese, me ha tocado vivir otros casos, no siempre tan positivos en cuanto a calidad.
Varias veces me ha sorprendido ser el autor de un texto con palabras repetidas, ideas trilladas y defectos sobre los que, en mis talleres, alerto mayúsculamente a mis alumnos.
Lo curioso es que ese texto y no otro trata de adherirse con tal fuerza a mi nombre que me resulta imposible negarlo. Funciona como un hijo cuya existencia desconocíamos, pues vive en otro país y sólo accedimos una vez al vientre de su madre, pero se nos parece tanto que da hasta vergüenza pedir una prueba de ADN.
En mi caso, este tsunami de desmemoria lo ocasiona el mucho escribir. Yo lo he hecho como escritor, como periodista y como guionista de radio.
Más de quince mil cuartillas han pasado por las teclas de mis máquinas de escribir y mis computadoras. Ello supone unos dos mil textos periodísticos, tres mil guiones de radio y más de mil doscientos cuentos publicados, entre otros textos.
Por eso, antes que recordarlos, los reconozco al verlos. Los sé míos por ciertos giros idiomáticos, algunas palabras que repito en mis escritos como muletillas dactilares y, principalmente, por sus títulos. Tal vez no haya aprendido aún a escribir, pero a titular sí.
Otras veces, me he topado con textos que, al principio, me parecen míos, pero luego advierto que no lo son, que lamentablemente no lo son, y que pertenecen a autores que admiro o que imité en alguna oportunidad.
En fin, como apunta José Gregorio en esta misma página, creo que todo esto es también producto de los años dedicados a la escritura, en mi caso casi las cuatro quintas partes de mi edad actual. Pero a diferencia de él, yo no me he vuelto un libro. Ni siquiera un folleto. Quizás me identifique más con una pantalla en blanco sobre la cual desfilan múltiples textos que, sólo cuando van a ser corregidos, me hacen una segunda o tercera visitas.