lunes, 4 de diciembre de 2006

HOJAS DE LLUVIA No. 4



Leyéndome

José Gregorio Bello Porras




CUANDO LEO UN TEXTO PROPIO, me asaltan las más disímiles dudas. No tanto por la calidad del texto o la cantidad de ideas que contenga. Ya el mal o el bien del texto están realizados, sus claridades y confusiones aparecieron a la luz de los ojos ajenos.
Me preocupa tal vez por el rumbo que toman esas creaciones puestas sobre la tenue materia del papel o de la virtualidad. Su posible transformación en monstruos o hadas, igualmente malignas.
Una palabra puede guiar a alguien a una cornisa elevada. Para arrojarse al vacío o para salvar a un suicida. ¿En ambos casos, influyo en otros destinos? ¿Tengo acaso ese derecho?
En ocasiones me importa poco la suerte de mis escritos. Son como descendientes regados en todos los continentes que se valen por sí mismos, llegando algunos a ser tahúres y otros benefactores de la humanidad.
Sé incluso que aunque los textos se entreguen a las llamas o sean lanzados al mar nada los destruye. Alguien se acuerda de ellos. Con devoción o rabia. Y en ocasiones hasta el olvido es su recompensa.
A veces me pregunto para qué surgió ese homúnculo, esa voz que ahora nadie calla sino el cierre o el paso de las páginas. Y miro que he cambiado. No necesariamente de opinión hacia lo que allí expreso o relato. He cambiado como persona y quisiera mejorar un texto que ya se ha ido de mis manos. Algo así como si quisiera influir positivamente en un hijo que vive en otro lugar del mundo y con el que nunca me comunico. Caigo en cuenta, entonces, que ya esas palabras de las que está formado el texto no me pertenecen.
Siempre queda el consuelo de una edición revisada. Una nueva prueba de mejora, la ilusión del doctor Frankenstein. La satisfacción, sin embargo, dura poco tiempo. Mientras la criatura no se mueva. Mientras otros ojos no la escudriñen. Después sus propios pies eléctricos o de papel lo conducirán nuevamente a su destino.
En otras ocasiones me perturba el ruido que producen los textos en quienes lo pueden leer. Seres todos imaginarios, pues los lectores son indescifrables, incognoscibles, a menos que le manden a uno cartas amenazantes. Ese silencio del lector produce fantasmas que me acosan en los momentos más desprevenidos. En el umbral de los sueños o en las distracciones cotidianas.
Escucho –lo reconozco– y en ello me escucho a mí mismo, diciéndome pues está bien que hayas ingresado al terreno de la poesía. Harás más que en la narrativa, con toda seguridad. Eso sí, siempre que te mantengas inédito.
El autocrítico que llevo adentro me tiende celadas para inhibirme de hacer lo que quiero: escribir. Se opondrá a mis ideas, si se lo permito. Descalificará cualquier intento, cualquier palabra, si le dejo abierta la puerta de mi autodestrucción. Si le dejo abierto el portal de la duda.
Por eso, le tengo prohibido el paso en los momentos de labor, en los momentos de reflexión, en los momentos en que quiero disfrutar de mi creación, casi como un dios solitario. Le cierro todas las puertas en esos momentos que escribo.
Y el resto del tiempo también procuro olvidarme de él. No leo lo que ya salió de mis manos y de mi alcance. Los textos desnudos ante la vista de los lectores, sólo le pertenecen a ellos. Por algo me arriesgué a componerlos de la mejor manera que me fue posible.

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Leernos y releernos

Armando José Sequera




NO TENGO POR COSTUMBRE leer mis textos, salvo cuando hago una lectura pública en voz alta de algunos de ellos.
Por supuesto, para tal ocasión elijo aquellos que más me gustan y, por supuesto, más me enorgullecen.
Pero, de vez en cuando, recibo sorpresas en revistas o algunos sitios web, donde han reproducido uno o más textos míos, pues me he topado con relatos que recuerdo vagamente o que hasta dudo que sean de mi autoría.
En este último caso, tal duda se debe a que el texto me parece demasiado bueno para haberlo escrito yo o a que lo considero muy malo y me avergüenza que me represente literariamente.
Esta desmemoria es el resultado de haber escrito mucho, supongo. Para este momento, noviembre de 2006, he publicado 44 libros y tengo inéditos 18. Además, trabajo en otros tres y he destruido más de dos docenas.
Esta fertilidad abusiva se debe a mi profesión, la de periodista, en la que hasta hace unos años debía escribir entre ocho y diez cuartillas al día, de lunes a sábado. La costumbre me quedó, aunque hoy apenas hago tres diarias, de lunes a viernes.
Claro está, el volumen de páginas al mes y al año es enorme, comparado con el de la mayoría de mis colegas: 60 cuartillas mensuales y 720 anuales.
Quizás debería parar de cuando en vez y releer algunas cosas, no tanto para no repetirme sino para recordar qué he hecho.
Y es que, tan pronto termino un texto, lo dejo reposar dos o tres meses, al término de los cuales lo corrijo, le busco editor y, una vez publicado, lo dejó en un tiempo que es tres tiempos a la vez: su pasado como obra mía; su presente para efectos de derechos de autor y su futuro como título a negociar en otro lugar.
Releer lo que hacemos quizás no nos haga bien, pero creo que tampoco nos hará mal. Eso sí, tal labor nos llevará a confrontar como lectores a aquel yo que dejamos atrás y que hizo lo que tenemos frente a nuestros ojos.Ahora bien, cuando estamos frente a ese libro que casi no recordamos cómo es, pero que exhibe nuestro nombre en la portada, debemos adoptar una de dos posiciones: o enorgullecernos o mostrarnos indulgentes, a sabiendas de que, si hoy no nos gusta, fue lo mejor que pudimos hacer en su momento.