lunes, 20 de noviembre de 2006

HOJAS DE LLUVIA No. 2

LIBROS VIEJOS

Armando José Sequera

UN COLEGA PERIODISTA me señaló hace tiempo que yo tenía “la mala costumbre de hablar y escribir sobre libros viejos”.
Los “libros viejos” a los que aludía no eran los clásicos antiguos y de los últimos siglos –cuya existencia admitía como algo “histórico”, supongo que para no lucir inculto–, sino los editados o distribuidos unos meses o semanas atrás.
Según comentó, un libro tenía importancia periodística únicamente en las dos o tres semanas posteriores a su publicación. Después era “un fiambre” y a los lectores no les interesaba para nada, ni el libro ni su autor.
Repliqué que los libros no eran como la leche en tetrapak, que tenía fecha de caducidad, aunque creo que no me comprendió y ni siquiera escuchó, pues su idea mostraba raíces tan hondas que asomaban por su barbilla. Para él, como para muchos periodistas culturales –esto lo comprobé después-, el valor noticioso de los libros radicaba en un único atributo: la novedad de su aparición.
Lamentablemente, tal forma de pensar no es exclusiva de este colega ni de quienes laboran en los medios de comunicación masivos sino –y lo que es peor-, la misma se ha extendido ampliamente por el mundo editorial. Editores, promotores y vendedores de las editoriales, libreros e incluso críticos literarios también participan de ella, descuidando lo hecho no nada más por lo que están haciendo, sino por lo que harán. Me explico: están más pendientes de los libros que están por salir o saldrán en los meses próximos que de aquellos que ya salieron. Los que ya salieron son pasado y, en cuestión de semanas, pasado remoto, como si se alejaran a la velocidad de la luz.
El sentido efímero de la ropa de temporada y de la música popular en radio se ha trasladado al arte, especialmente a la literatura, donde es obvio que resulta contraproducente.
Un autor invierte meses y hasta años en escribir una obra y, cuando ésta se publica, apenas resulta interesante para los demás involucrados en su edición, distribución y venta, durante las siguientes dos, tres o cuatro semanas.
Si el libro se “vende bien”, esto es, si logra agotar la primera edición en ese breve lapso, se reedita y hasta se busca promocionar al autor. Pero si la edición tarda seis o más meses en venderse completa, ya el trato no es el mismo. La segunda edición demora semanas y hasta meses, pues en las imprentas tienen prioridad “las novedades que vienen”.
Me asombra que los propios editores, que son quienes arriesgan su dinero, hayan caído en este juego. Y me asombra porque no advierten que la inversión hecha en los libros de los meses y años anteriores –que incluye no sólo el costo de edición, sino también el de su almacenaje-, se estanca y hasta comienza a ser onerosa.
Al libro de un mes para arriba de existencia se le olvida, se le abandona, se le deja en una total orfandad y hablar de él se parangona a comer alimentos pasados o rancios.
Hay algo que olvidan todos los involucrados en la edición y distribución de una obra y es que un libro es nuevo para quien desconocía su existencia y acaba de saber de él. La noción de nuevo en el arte, no es tanto colectiva como individual.
Hay un hecho novedoso colectivo, sí, al momento de la aparición de un libro, pero tal novedad permanece incólume para quienes desconocen lo ocurrido.
Hace algunos años, se instauró entre nosotros otra noción relativa a los libros y era que había que “estar al día”, en cuanto a lo publicado o dicho en nuestra respectiva profesión u oficio. Pero dicha noción pasó de “estar al día” y devino en leer “lo que está de moda”.
No podemos olvidar que la moda es un concepto periodístico nacido de la necesidad de ofrecer novedades informativas al público. Y, como en nuestro tiempo hay cada vez más medios de comunicación y cada uno pretende imponer sus propias novedades, éstas terminan sucediéndose con apenas días, horas y a veces minutos de diferencia entre una y la siguiente.
Ahora bien, la idea de novedad que infiltra ciertas industrias como la disquera y la de costura y confección, no es aplicable a la literatura, por más que editores, libreros y periodistas culturales se empeñen en creerlo y, peor aún, admitirlo como algo natural y hasta difundirlo.
La literatura no puede verse como un arte efímero, semejante a esas madonas que algunos dibujantes trazan con tiza sobre las aceras de ciertas ciudades italianas. Tampoco es una manifestación pasajera, ni se equipara a un trozo de tela con etiqueta de lujo.
El que en la prensa escrita o audiovisual carezca de interés informativo un libro publicado hace un mes, aunque se trate de una obra importante, puede parecer normal pero no lo es.
He vivido la experiencia de publicar un libro en diciembre de un año y recibir la negativa de un colega periodista a conversar sobre dicho libro en enero del siguiente, porque mi libro “es del año pasado”.
Esta caducidad acelerada de los libros constituye no sólo un absurdo total, sino también algo peligroso, editorialmente hablando, dado que si a los editores y libreros –y consecuentemente a los lectores–, el “libro viejo” no les resulta atractivo, es decir, no se vende en el plazo de pocas semanas que le fijan para que se agote, los autores no serán editados de nuevo aunque sean muy buenos.
A la par, los depósitos de las distribuidoras seguirán creciendo inexorablemente y las editoriales seguirán haciéndose más exigentes, no en la calidad del texto a publicar, sino en sus bondades como producto de mercado.
He comprobado que “viejo” no es nada más el libro publicado hace meses, sino además el que no se vende por razones de mal mercadeo y permanece en los estantes de las librerías, sin que se sepa de su existencia; también el que tiene lectores permanentes pero no en la escala de los libros de autoayuda o los bestsellers.
Detrás de los libros “exitosos”, comercialmente hablando, hay siempre una campaña proveniente de las casas matrices de las principales editoriales, que promueve las obras de un modo parecido a como se promociona un disco y un cantante, un modisto y sus últimas creaciones.
Pero el resto de los libros, incluso de autores excelentes, no reciben ese trato y, a la hora del balance de ventas, la culpa de las escasas ventas se le echa al escritor y no a la pésima, cuando no nula, promoción de su obra.
Si se piensa que un libro es un objeto que rápidamente pasa de moda, lo único que le confiere valor es su novedad y, una vez superada ésta, es prácticamente desechable, sin importar su valor estético o de otra índole.
Creo que esta idea debe desterrarse cuanto antes y asumir que lo que se escribe tiene como objetivo temporal la permanencia y validez de su propuesta estética o ideológica.Por supuesto, no toda la literatura tiene la suerte de rebasar los muros del tiempo y mantenerse indemne, pero a eso aspira todo autor y a eso deberían aspirar también los editores con las obras en las que invierten su dinero y su prestigio intelectual.


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LIBROS VIEJOS

José Gregorio Bello Porras


HACE YA UNOS CUANTOS AÑOS, en una desaparecida revista sobre libros y novedades editoriales, nos planteamos hacer algunas reseñas de libros viejos. El calificativo de viejo era impreciso. Viejo podía ser un ejemplar de algunos años de edición. O muchas décadas. Aún, en ese entonces, un libro no caducaba a la semana, al mes o al año de su aparición, dentro del torbellino editorial del texto desechable.
Parecía, en nuestro intento, casi una paradoja resucitar obras antiguas, de las que ya pocos tenían memoria, precisamente en una revista de novedades literarias. El experimento duró poco tiempo. Creo que por no pasar de ser una simple curiosidad. Porque, ¿dónde iba el lector a encontrar esos textos olvidados? Tendría que acudir a las bibliotecas, a las librerías de viejos, a los remates de amarillentos libros. Y ya el tiempo para esas búsquedas era escaso.
Ese ejercicio, no obstante su breve vida, me descubrió cómo algunos textos envejecen con pasmosa celeridad, mientras otros permanecen intactos por años. Casi quedan igualitos, yaciendo en sus cajas de destierro, que cuando salieron de imprenta.
Libros que alguna vez fueron de impacto nacional e internacional, best sellers, libros recomendados para que el lector permaneciera actualizado, desaparecieron en muecas casi ridículas, si evadimos el contexto y el momento, donde y cuando fueron producidos. Ya era esta una literatura para la muerte súbita, para la destrucción, para el reciclaje en el mejor de los casos. O la sonrisa misericordiosa.
Pero, como lector y escritor, ¿acaso me puedo fijar parámetros para que un texto sea de una atemporal vigencia?
Tal vez ello esté fuera de nuestro alcance, tal vez esté en nuestras manos.

La escritura nace en un momento y unas circunstancias. Toda palabra fortuita de la que se rodea puede perecer. Todo giro del momento, toda expresión que recoja el instante real, simplemente como testimonio de una actualidad pasajera, puede convertirse en breve tiempo en una rareza digna de los arqueólogos de la literatura.
Las palabras pueden pasar. Lo que no pasa es el ser humano. Con sus emociones, sentimientos, bajezas y destellos de dignidad verdadera. Si una obra se aproxima a presentar a ese ente, podemos estar casi seguros que seguirá haciéndolo por mucho tiempo. Pues esa esencia no cambia con facilidad. Cambian las costumbres, las fachadas, el decorado, los ropajes. Pero la obra continúa siendo, en esencia, la misma. Por eso, algunos libros publicados hace mucho tiempo seguirán siendo nuevos.
El lector busca que el escritor lo retrate. Quiere verse sin ser señalado. Encontrarse, simplemente, consigo mismo.
Los escritores buscamos identificarnos con un lector anónimo pero real. Tal vez con el ser que cada quien es. Por eso, sólo podemos emprender la obra con la sinceridad de exponernos como personas. Avistarnos de la mejor manera, para que el lector se observe en ese espejo, en lo que de humano tenemos.
Ese es el reto del escritor. Más allá de las palabras, pero con las palabras, captar lo que significa vivir como persona. No sólo retratar un instante. O congelarlo. Sino capturar casi eternamente la esencia del movimiento. Un libro es la verdadera máquina del eterno movimiento.
El texto tiene la vocación de revivir la multifactorial conducta del ser humano, poner a vibrar sus dimensiones casi infinitas, despojarlo de sus capas y caras visibles y ocultas, mostrando a un individuo hecho de palabras, sentimientos y acciones, sustancias casi etéreas pero únicas.
El libro que obtiene la gracia de la permanencia revela a un ser constituido por un frágil soplo que, aunque se extingue, perdura para siempre.
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